Me
ha tocado en muchas oportunidades pasar llorando debajo de la lluvia, ¿Saben?
Esas veces vergonzosas en las que tienes la cara hinchada y ves borroso. En las
que la gente de la calle va caminando cargando bolsas de supermercado, con sus
hijos, y nadie voltea sino es por el rabillo del ojo por si te están siguiendo;
esa muchacha triste puede estar drogada. Especialmente si estas en Caracas.
Una de las tantas tardes de este año, me sentí
encerrada al aire libre. Soy de Maracay tuve que mudarme (por favor no me
secuestren por decir donde vivo) a Caracas, a esa Venezuela que se cree aparte
y exclusiva, a esa ciudad
cuya gente se queja de la gente y cuando les preguntas qué es lo más bello de
Caracas te dicen: “su gente”.
De Palo Verde a Gato Negro, tiene estaciones de
llenas de personas compran Trident a mitad de precio y dudosa procedencia
mientras se quejan de que el metro solo pasa propaganda política; suena al
fondo “Absténgase de practicar la mendicidad y
la buhonería dentro de las Estaciones, Trenes…”
El caraqueño es un bipolar por naturaleza y no me
refiero al desorden psicológico, sino a literalmente un grupo de personas que
viven confundidas porque coexisten en diversos ambientes a la vez. Estás en
Parque del Este, viendo a las abuelitas hacer yoga en plena paz; caminas dos
cuadras y hay un accidente; un carro atropella una moto, se baja el motorizado
y aparecen 6 más, uno tiene un arma. A la mañana siguiente te entregan el
“Ciudad Caracas” (gratis en el metro) y el enunciado es “Motorizados del pueblo
son atacados por fascistas del este, gracias a nuestro gobernador todos los gastos
han sido cubiertos”.
Pero como dice nuestro presidente “parece que
hubiera dos Venezuelas, una
optimista que confía y que trabaja sobre la base de la fe y la confianza y otra
que cae en el desengaño con el discurso caótico”. Entonces, dicho
discurso es el que se escucha, en el metro bus cuando vas vía tu casa a las
6pm, de la boca de las señoras chismosas “tuvo que pagarle no sé cuantos palos
al tipo pa’ que lo dejaran quieto, tenía al niño en la parte de atrás del
carro. Con todo y muchachito se tuvo que llevar al malandro pa’ la clínica.”
Abro paréntesis, me parece
importante recalcar que aquello que llaman la “plaga de dos ruedas” no puede
ser considerada en general el hampa del país, y eso no lo entendí hasta que leí
a una de mis twitteras favoritas (y además graduada de mi universidad) Laura
Solórzano. Ella opina que “Sí, ellos están claros que aquí el problema de la
inseguridad no es porque haya o no motos, el problema es que existe 90% de
impunidad en Venezuela…” y más abajo dejo el link para quienes les interese el
por qué de, como le dije a mi mamá, NO TODOS LOS MOTORIZADOS SON MALANDROS.
No me gusta Caracas, nunca me
gustará; pero esta ciudad te causa eso que llaman adicción. Cuando vuelvo a
Maracay me aburro infinitamente y me quejo porque no encuentro restaurantes
abiertos un jueves a las 11pm. Me estresa que todas las tiendas tengan la misma
ropa y que nunca encuentro refrescos light. Entonces lo que hago es salir a la
calle, morirme del calor y ponerme a llorar mientras un montón de extraños me
preguntan en la camioneta si algo me pasa, si estoy bien. Cosa que ni Caracas,
ni su metro, ni la gente que no conozco me va a ofrecer. En primer lugar porque
si alguien me habla en el metro, meto la mano en el bolsillo a ver si todavía
tengo las llaves; en segundo lugar porque, cuando estoy en este calor empiezo a
sentir una brisa que me dice que cada día, Maracay, te pareces más a la caótica
que no tiene ni monte, ni culebra.